CUENTO “INOCENTE” – INC

CUENTO “INOCENTE”

 

 

Cuento

“INOCENTE”

Autor

Jasser Rafael Palacios Pérez

Ganador del Concurso de Mitos Cuentos y Leyendas – 2015

“La Primitiva Ciudad de León de Nagrando”

id-cuento-inocente2

inocente-cuento-leon-viejo

 INOCENTE

En aquel momento no estaba seguro de qué sucedía en la plaza; solo sabía que el collar que estaba entorno a su cuello era molesto, que tenía hambre, sed, sueño y que quería regresar a su barraca para poder dormir mientras los patrones asistían  a aquel evento, pero nadie le dejaba moverse, había sido obligado a ir. No se fijó en muchas cosas, no miró los bellos vestidos que adornaban a las colonas ni los finos trajes de los

patrones, estaba viendo a la jovencita hija de su dueño, tenía el cabello chocolate y una piel blanca como la leche, sus labios sonrosados y una mirada encantadora, la niña que probablemente tenía diez años, cinco mayor que él; se escondía detrás de su madre.

Escuchó voces murmurar proviniendo de los señores y señoras, todos estaban escandalizados por lo que sucedería, pero…

¿Qué iba a suceder? Hasen no estaba enterado de la situación, quería hacer pis. Pudo captar un nombre resonar entre todos los habitantes “Francisco Hernández de Córdoba”, levantó la mirada del suelo para observar la tarima montada en el centro de la plaza, un hombre de tez pálida iba subiendo siendo arrastrado por un guardia y el verdugo estaba esperando al borde de un tronco con un hacha en mano. Hasen abrió sus labios en sorpresa, cuestionándose por qué aquel reconocido hombre estaba ahí.

No tardó demasiado tiempo en averiguarlo, Francisco Hernández de Córdoba fue siendo obligado a inclinarse hasta quedar en una extraña posición, de rodillas apoyado contra el tronco. El niño de piel canela se apartó de su gente avanzando en busca de una visión más clara, sin proponérselo acabó a una

corta distancia del conquistador y el verdugo, captando la mirada del sentenciado a muerte. Había miedo en la mirada de Francisco, había dolor y rabia, todo eso pudo ser percibido por el niño y antes de poder parpadear, el hacha cortó el aire estrellando su filo contra el cuello del colonialista; ¡La cabeza rodó por la madera de la tarima y la sangre empezó a manar! El pequeño gritó retrocediendo hasta caer al suelo y siguió retrocediendo, arrastrándose mientras el verdugo sujetaba la cabeza de Hernández de Córdoba ante la mirada de la población.

Isabel se despertó con los gritos y maldiciones que llegaban hasta la ventana de su recámara, sabía bien qué estaba pasando, así que se incorporó lo más rápido que pudo para ir directo a la ventana. Pudo verlo desde lejos, el capataz estaba azotando a un pobre muchacho con tanta furia que parecía que el niño había cometido un crimen aterrador. Pero ella conocía a Hasen tan bien como la palma de su mano, era noble… era bueno, no le haría daño ni a una mosca, ¿Por qué razón ahora era azotado? Su corazón se oprimió ante la imagen del chico, solo tenía quince años y había pasado por tantas cosas, era huérfano, trabajaba de sol a sol todos los días, ella se sentía impotente al escucharlo hablar con sus dioses en busca de la muerte,  en busca de libertad. Quería ser libre… ella no podía darle la libertad. Con el corazón rompiéndose se alejó de la ventana cruzando la puerta de su habitación para continuar el camino de descenso hacia la cocina.

—     ¿Qué ha hecho ahora el pobre Hasen querida Yatzil? — su nombre ahora era María, pero a Isabel le agradaba su nombre, el nombre que los padres de la anciana indígena le habían colocado.

—     Ha robado una hogaza de pan niña — respondió la mujer, Yatzil fue de las primeras en aprender con éxito la lengua castellana, fue bautizada a la fuerza como muchos de los suyos y perdió todo en las batallas, ahora era su cocinera… odiaba que su padre le obligara a usar ese collar entorno al cuello. Yatzil no iba a escapar, era una anciana que apenas y se movía bien — El capataz se ha enfurruñado con él y le ha dictado cincuenta esta vez.

—     ¿Y padre?

—     El señor salió por la mañana — murmuró la anciana, guardando su opinión sobre lo que haría el padre de la niña si estuviera presente, probablemente sería peor que la decisión del capataz. Isabel también estaba consciente de eso.

Hasen se removía de dolor en el suelo, con la espalda bañada  en sangre y lágrimas en los ojos. Trató de ser fuerte, cada día se repetía que debía ser fuerte pero esta vez no pudo contener los gritos, el señor López le golpeó sin piedad. Cerró los ojos, pudiendo encontrarse de nuevo con la mirada de Hernández de Córdoba, encontrándose con su cabeza rodando mientras la sangre bañaba la plaza, aquello le hizo estremecerse. El castigo que él recibía era peor… pero no quería morir. Quería ser libre.

Unos pasos silenciosos le hicieron alertarse, la última vez… López no solo le golpeó, le humilló de una y mil maneras y temía que el hombre no hubiera acabado con su castigo, su corazón se aceleró temeroso de otra reprimenda, pero pudo sentir un líquido recorrer la espalda, quemando lentamente su piel, mordió con fuerza su propio inferior hasta que sintió el tacto de la tela limpiando sus heridas. Ladeó el rostro y justo ahí, pudo verla; inclinándose sobre su sucio cuerpo la señorita

Isabel dejaba una canasta sobre el suelo, tratando con afecto las heridas de Hasen.

—     ¿Cuándo aprenderás mi querido amigo? — preguntó con una voz suave, agradable, tan diferente de la señora que poseía una voz áspera.

—     Tal vez cuando sea libre, señorita — replicó el muchacho con voz cansina.

—     No quiero que te maten mi amigo.

—     Su padre no me extrañaría señorita.

—     Yo si — contestó la muchacha, cubriendo las heridas del chico con vendas improvisadas — Y deja de llamarme señorita, soy Isabel.

—     Y yo soy su esclavo.

—     Eres mi amigo.

—     No quiero desquitar mi enojo con usted señorita, pero a sus amigos no los tratan como a mí — al ver los ojos de Isabel, supo que hizo mal en pronunciar aquello, se arrepintió de inmediato pero ella le interrumpió.

—     Lo siento Hasen — murmuró, con pesar en la voz — Sabes que no puedo hacer mucho.

—     Señorita…

—     Solo puedo tratar de cuidarte, me lo pones difícil.

Ambos sonrieron, solo un poco antes de que ella tuviera que marcharse, dejando un poco de pan con mantequilla para el chico quien lo devoró como si no hubiera mañana y es que, probablemente sería su única comida durante días.

Durante diez años la cabeza del fundador estuvo alumbrando la calle comercial de la ciudad de León de Nagrando, recordando que nadie estaba exento de un castigo, y menos los esclavos. La luz que se proyectaba desde el interior del cráneo, más que reconfortante, resultaba perturbadora, era como una señal de muerte, como una señal de tragedia; Isabel se aferraba al brazo de su madre cada vez que pasaban por aquella calle, aquel día no fue la excepción.

—     Todo estará listo en unos días mi querida hija — la áspera voz de la señora Peralta provocaba que Hasen quisiera taparse los oídos para no volver a escucharla.

—     ¿Tengo que hacerlo? — la voz tímida de la señorita apenas y llegaba a sus oídos, el joven suspiró pesadamente observando las cajas que estaba cargando, habían ido a la costurera, a la tienda de telas, a comprar frutas y flores. Habría una gran fiesta en casa dentro de poco tiempo.

—     Es el mejor partido que podrás conseguir mi niña.

—     ¿Solo por ser el hijo del gobernador? — cuestionó la muchacha con un tono un tanto más retador — ¿Y qué pasa si amo al panadero?

—     Tu padre mataría al panadero.

Era una pregunta retórica, pero bastó para que el tema fuera zanjado por ambas partes. ¿El señor mataría a quien amara a su

hija y no fuera digno de ella? ¿Entonces él podría morir si confesaba su amor? ¿Qué era una boda? Oh si, el sacerdote se los explicó una vez, cuando dos personas se unen en sagrado matrimonio, como dirían los suyos: Cuando dos personas deciden estar juntos y tener hijos. Él no quería que Isabel se casara con el señorito hijo del gobernador, nadie merecía  a aquel ángel.

Catorce días después la ceremonia fue realizada en la Catedral de Santa María de la Gracia, un acontecimiento que puso a temblar a toda la ciudad, una enorme fiesta de la cual el joven Hasen y los demás esclavos no fueron parte, excepto por aquellos que fueron movilizados para ser trabajadores, como la vieja cocinera.

Yatzil lloró durante la boda, no porque la niña se casara, sino porque el hijo del gobernador era conocido como un hombre cruel y mujeriego, ¿En qué manos fue a parar la pobre joven? Se cuestionaba la anciana mientras servía sopa en diferentes platos de porcelana artesanal.

La niña no volvió a la casa de sus padres durante al menos un mes, mes durante el cual Hasen se vio desamparado ante las crueldades de López, la indiferencia del patrón y el odio que la señora le tenía. Esta vez no había nadie que lo cuidara, ni siquiera la pobre Yatzil podía hacer algo para protegerlo después de lo que sucedía.

Probablemente el problema del muchacho es que nunca podía contener su boca y se metía en problemas con facilidad. Así era él, el pequeño Hasen, uno de los esclavos más jóvenes, se metía en problemas por tratar de ayudar a los suyos y nadie más hacia lo mismo por él, pero no importaba, él no buscaba retribución.

Una noche fría de diciembre el sonido de un carruaje anunció la llegada de la niña de la casa, la familia se llenó de alegría al recibir a la señorita… no, a la señora Isabel de Gonzales junto a su marido, Paolo Gonzales Toledo, el orgulloso hijo del gobernador; pero había algo diferente en la joven Isabel, algo que no solo Hasen pudo notar de lejos, sino todo el que la conocía bien: Aquel brillo en su mirada ya no estaba presente, apenas sonreía y con dificultad conversaba.

Mientras el frío calaba sus huesos, el joven esclavo se cuestionaba sobre la situación de su amada, era triste saber que no era feliz, tener consciencia de que él deseaba hacerla feliz pero él no podía debido a su desafortunada situación. Sus ojos comenzaban a cerrarse al igual que sus brazos entorno a su abdomen, incluso los sentía ya dormidos, otra noche castigado sin cena en la celda más oscura y alejada de los demás esclavos, fue en ese momento que la tenue luz de una vela le brindo un poco de calor y al levantar la mirada se encontró con su ángel de cabello chocolate.

—     ¿Ahora qué hiciste mí querido amigo? — preguntó la joven empujando la puerta para introducirse en la celda, llevaba una pequeña canasta y frente al esclavo, agitó la llave que abría la cerradura— López está ocupado comiendo, no se ha dado cuenta.

—     Se meterá en problemas señori… señora.

—     No me importa si puedo ayudarte — respondió la dulce Isabel inclinándose para dejar la canasta en el suelo y apoyar la vela en un sitio seguro, sacando algo de pan y pollo frito, lo cual extendió al muchacho— Come, Yatzil me ha dicho que te castigaron sin comer durante casi dos semanas.

—     Solo traté de evitar que el capataz azotara al niño que su padre ha comprado — murmuró el joven, sujetando el pollo para morderlo con fiereza, casi atragantándose con la carne.

—     Nunca aprendes, ¿Cierto? — Isabel dibujó una sonrisa en sus labios cereza.

—     No creo que vaya a aprender algún día — confesó el muchacho mordiendo de nuevo el pollo— ¿Por qué ya no sonríe señorita? ¿Por qué no hay luz en sus ojos?

Hubo un lapso de silencio donde Isabel fue bajando la mirada hacia sus manos, un pequeño destello se hizo visible ante la luz de las velas, Hasen no tardó en reconocerlo… eran lágrimas que iban corriendo por las mejillas de la muchacha. Tímidamente se acercó para tomarle la mano.

—     A veces las personas se encargan de apagar tu luz y dejarte en la penumbra — comentó el joven en voz baja— Pero el sol siempre sale al día siguiente, Isabel — era la primera vez que le llamaba por su nombre y eso hizo que ella sonriera— Solo debe creer que todo mejorará.

La puerta de la celda se abrió de golpe, provocando que los dos jóvenes se exaltaran, pero el rostro de Isabel se desfiguró en horror puro cuando la figura de su marido cruzó el umbral arrancando la comida de las manos del esclavo y sacando casi arrastrada a su esposa. Hasen no pudo defenderla debido a que recibió una patada en el abdomen y solo pudo escuchar el forcejeo mientras la celda se cerraba.

Al día siguiente López abrió la cerradura y le dejó en libertad con la sentencia de que sería la última vez, a la próxima él mismo le asesinaría. Avanzando entre los pasillos de la casa, llevando las cajas con las verduras para la cocina, escuchó un grito provenir desde el segundo piso, una voz que para él era conocida, dejó las cosas en el suelo y corrió a grandes zancadas hasta cruzar el pasillo.

Empujó la puerta de la habitación de Isabel, encontrándose con una escena que le partió el corazón; la joven Isabel estaba tendida sobre el suelo con una navaja clavada en su vientre, pensó en gritar, en pedir ayuda pero lo único que pudo hacer fue lanzarse sobre el cuerpo de la joven y sujetarla entre sus brazos.

—     Señora — masculló con la voz cortada, Isabel tenía moretones en el rostro, el labio roto y el ojo derecho de color púrpura, sus dos manos estaban en el abdomen y fue en ese momento que Hasen comprendió — Permítame — susurró, retirando con cuidado el artefacto mientras hacía presión en la herida intentando detener la hemorragia.

—     Querido amigo, creo que esta es la última vez que nos vemos.

—     No diga eso señora, iré por ayuda.

—     Quédate por favor — sollozó la joven cerrando sus ojos. Él no deseaba verla partir, no deseaba ver al dios de la muerte ir por aquella criatura que durante mucho tiempo fue la única que cuido de él.

—     Señora…

Ya no hubo respuesta. Isabel había muerto, llevándose una parte de él con ella.

Con el corazón hecho pedazos se inclinó dejando que su boca acariciara los labios fríos de la joven, estrechándola con fuerza entre sus brazos como si de aquella manera iba a hacerla regresar, la sangre ya estaba cubriendo el suelo y todo el cuerpo del muchacho.

Ni siquiera pasaron diez minutos cuando la puerta volvió a abrirse y en ese momento entro el patrón, seguido del esposo de Isabel y el grito de la señora no se hizo esperar provocando que Hasen se alarmara. Aunque el responsable de la muerte de la adorable Isabel no era el esclavo, el crimen recayó sobre el menor. El patrón lo arrastró a través de la casa y lo sacó a la calle, solo para llevarlo ante el comisario para ser juzgado, o más bien, para ser sentenciado sin ninguna consideración.

Esa misma tarde, la población de León de Nagrando volvió a reunirse en la plaza de la ciudad, para ver la ejecución de un muchachito de quince años, acusado de haber asesinado a Isabel Peralta. A pesar de todo, el único pecado del joven Hasen fue haber estado en el lugar equivocado, en el  momento equivocado.

Fue empujado por un guardia hacia la tarima, aquel sitio le había aterrado durante años, desde el día en que Francisco Hernández de Córdoba fue ejecutado en ese mismo sitio, ahora él se encontraba en su lugar, siendo acusado de asesinato.

¿Acaso iba a ser capaz de asesinar a la mujer que amaba? De nada servía quejarse, no tenía nada para defenderse y nadie iba a meter las manos al fuego por él.

Mientras el verdugo preparaba el hacha, el niño ocupaba su lugar frente al tronco en espera del golpe.

—     A Dios encomiendo mi alma.

Exclamó el muchacho justo en el momento que el asesino se incorporaba de su asiento acercándose hacia Hasen, solo escuchó el hacha cortar el aire y luego el frío metal abrirse paso contra su piel, contra sus nervios, sus huesos y la consciencia abandonó su cuerpo.

El dios de la muerte se presentó ante su presencia. Y gentilmente extendió su mano para llevárselo de aquel mundo.

Ahora, Hasen era libre. Por fin era libre.